Alguien me enseñó que la vida es un conjunto de casualidades. Y esta historia tiene mucho de eso.
No logro recordar el momento exacto cuando ocurrió, pero si recuerdo una serie de datos que pueden vestir a este relato. Está más que claro que siendo adolescente mamaba fútbol todo el tiempo. Por la tarde jugaba en cancha de once en el club Tristán Suarez y de noche en 25 de Mayo, un equipo del barrio de Monte Grande. Sin mencionar los partidos de los fines de semana (sábado y domingo), y hasta en una plaza con amigos antes de entrar a educación física de la escuela, que era a contra turno.
Por esa época, más o menos por el año 2006, Suarez estaba jugando el reducido de la B Metropolitana. Con un amigo del colegio, con el que jugábamos juntos en cancha de once, habíamos tomado por costumbre ir a ver los partidos de Primera al estadio después de los entrenamientos. Como eran entresemana nos quedaba muy cómodo ir.
Un día, como cualquier otro en la que la vida de un adolescente, nació un rumor. Pero no era cualquier rumor, éste era uno groso, de esos que le ponen la piel de gallina a uno si es que es verdad.
Resulta que el tipo que nombré al principio, sí ese, el del Mundial de México 86, estaba yendo a ver los partidos de Tristán Suarez. Obviamente nos hubiéramos dado cuenta si lo teníamos al lado en la tribuna, ya que no son muy grandes pero tienen una vista perfecta hacia el campo de juego. Así que por descarte, mi amigo y yo coincidimos en que el “genio del fútbol mundial” estaría durante los partidos en uno de los palcos.
Fue un jueves. Viste ese día de la semana en el que no estás preparado para que te pasen cosas “grosas”, bueno, este jueves era un día así. Me acuerdo que me tomé el colectivo en la esquina de mi casa, el 206, que (por esos días) en una horita te dejaba en el centro de Tristán Suarez. Con mi amigo quedamos en que él se subía cuando el bondi pasaba por la estación de tren de El Jagüel. Y ahí nos encontramos y seguimos adelante.
Creo que ese día fue una de las pocas veces en la vida que tuve que tomar una decisión y elegí la correcta, o por lo menos eso creo. Con mi amigo estábamos entre ir a entrenar o ir a ver a Suarez, que jugaban contra no me acuerdo qué equipo en el mismo horario. ¿Por qué nos inclinamos por ir a la cancha? Simple. Por el rumor de que ese día él iba a estar sentado en su lugar viendo el mismo partido que nosotros.
A esa edad andaba sin un mango. Solamente me alcanzaba para el viaje de ida y vuelta y gracias. “¿Plata para la entrada de la cancha? ¿Cómo vas a ir a la cancha, no vez que es peligroso?”, me decía mi viejo. Me acuerdo que la entrada estaba diez pesos. Era barato realmente, pero la realidad es que no podía pagarla, y mi amigo tampoco. Así que nos acercamos a los canas que estaban en la puerta para preguntarles si nos dejaban pasar. Que inocentes los niños, pero nunca nos quedamos afuera de ningún partido con ese método. Pero justo ese día, no nos querían dejar entrar.
Una de las tantas casualidades de la vida hizo que ese día entremos a la cancha. Resultó que nosotros estábamos con el ánimo por el piso por no poder ingresar a ver si es que era verdad, que “el más grande de todos los tiempos” estaba sentado por ahí, cuando un tipo al que no conocíamos apareció desde uno de los accesos de la tribuna diciéndole a los policías que ellos (por nosotros) éramos los chicos del club que habíamos ido a guardar nuestras bicicletas. Insólito. ¿Nuestras bicicletas? Sí claro, ya las guardamos. Y entramos nomás. A esa edad todo te parece increíble.
Antes de que empiece el partido, le preguntamos si sabía algo al que vendía turrones y nos dijo que sí, que efectivamente él estaba sentado en uno de los palcos que están sobre uno de los laterales de la cancha. Nosotros a treinta o cuarenta metros -más o menos- atrás de un arco. Fue entonces en ese preciso momento que la poca gente que había en el estadio empezó a cantar: “Olé olé olé olé Diego, Diego”. Un brazo izquierdo salió por una de las ventanas del palco y saludó al público que lo ovacionaba. Ese mismo brazo, que una vez, hace muchos años, desató los nudos de las gargantas de todos los argentinos. Y justo contra ellos, los mismos que cuatro años antes habían llenado de lágrimas a nuestro pueblo.
Esa tarde lo único que vi de él fue ese brazo y esa mano, pero por dentro me llena de emoción recordar que tuve el lujo de conocer a la mano más famosa del mundo. La mano de Dios.